"¿Cómo podía yo conocer la verdad de las sombras si sólo eran sombras?", escribí con 17 años.
Hoy Alejandro Zambra me responde:
Me mostró sus dibujos recientes y sin embargo no aceptó que le leyera las primeras páginas de mi libro. Me miró con un gesto nuevo, un gesto que no puedo precisar.
Es impresionante que el rostro de una persona amada, el rostro de alguien con quien hemos vivido, a quien creemos conocer, tal vez el único rostro que seríamos capaces de describir, que hemos mirado durante años, desde una distancia mínima -es bello y en cierto modo terrible saber que incluso ese rostro puede liberar de pronto, imprevistamente (sic), gestos nuevos. Gestos que nunca antes habíamos visto. Gestos que acaso nunca volveremos a ver.
*
Entonces no sabíamos los nombres de los árboles o de los pájaros. No era necesario. Vivíamos con pocas palabras y era posible responder a todas las preguntas diciendo: no lo sé. No creíamos que eso fuera ignorancia. Lo llamábamos honestidad. Luego aprendimos, de a poco, los matices. Los nombres de los pájaros, de los ríos. Y decidimos que cualquier frase era mejor que el silencio.
Pero estoy contra la nostalgia.
No, no es cierto. Me gustaría estar contra la nostalgia. Dondequiera que mire hay alguien renovando votos con el pasado. Recordamos canciones que en realidad nunca nos gustaron, volvemos a ver a las primeras novias, a compañeros de curso que no nos simpatizaban, saludamos con los brazos abiertos a gente que repudiábamos.
Me asombra la facilidad con que olvidamos lo que sentíamos, lo que queríamos. La rapidez con que asumimos que ahora deseamos o sentimos algo distinto. Y a la vez queremos reírnos con las mismas bromas. Queremos, creemos ser de nuevo los niños bendecidos por la penumbra.
Formas de volver a casa
Alejandro Zambra
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