13 de febrero de 2011

Vida contemplativa

Sé que no vas a creerme, pero yo sólo vengo aquí para observar tus hombros. Y no me importa nada más: no me importa que tú nunca me veas, que otros te contemplen mientras miro, que no sepas mi nombre ni hayas oído mi voz, que ni siquiera imagines que existo.

Algunos te visitan por rabia, timidez o frustración. Otros, porque ya no desean a sus mujeres; los demás, por simple morbo. Pero deberías saber que ellos únicamente se fijan en tu pecho, y sólo esperan el instante mecánico en el que te desciñes el sujetador y les descubres el sucio contenido de sus fobias.

Para mí, sin embargo, todo es muy diferente. La luz describe cada contorno de tu cuerpo con la delicadeza del cristal. El color se disuelve entre el encaje de tus medias, y un delgado filo de armonía te recorre el arco del empeine hasta desembocar en el tacón.

Ocupas un ángulo tras otro del cuartucho que te encierra, como las bailarinas de las cajitas: giras y la música da vueltas, te repites en una partitura inexorable. Cada movimiento resuena en la mampara, y tú sigues inmersa en tu monólogo de carne reluciente, esclava de tu propia perfección.

No me atrevo a averiguar cómo te llamas, pero imagino que tu nombre será dulce, tan discreto y proporcionado como la curva de tus hombros. Tampoco intento hablarte, ni te espero ansioso, como hacen los demás, a la salida del trabajo.

No obstante, desde hace meses te dedico cartas de amor como ésta: ya sé que ni me lees ni me escuchas, pero a veces me engaño y pienso que bailas para mí, que te han enternecido mis palabras y quieres conocerme de inmediato. En mis ensoñaciones más absurdas ningún vidrio nos separa, nos elevamos juntos, me llamas por mi nombre, me deseas, me acaricias y tu danza infinita es sólo mía.

Sin embargo, soy consciente de que todas las notas que te escribo acaban sucias y arrugadas en esta papelera, confundidas con las que te dejan los demás hombres.

Ojalá te pudiera encañonar con mi escopeta. Cómo me gustaría tatuarte cada palmo del pecho con sus balas.
Francisco José Martínez Morán, 
Peligro de vida.
2010, El Gaviero Ediciones.


Fotografía de Siera Selene

Todos (, yo, el conserje) sabíamos el final. Sabíamos que esto iba a acabar mal. 
Ambos sabemos lo que quieres. Danza siniestra. Carne tiznada. Baile de máscaras.

5 comentarios:

Miguel Ángel Maya dijo...

...Cuando estudiaba piano siempre iba una hora antes para ver los hombros y la espalda de la chica que daba clase antes que yo...
...Si no hubiera sido por el conserje (que no se dejó sobornar, maldita sea), otro gallo nos hubiera cantado, a ti, a mí (a él, a ellos)...
...Quién sabe cuántas máscaras se habrían derretido...
;-)

tormenta dijo...

preciosa historia, migue. quién sabe...
un beso.

Pez Susurro dijo...

desde aquí, tiene mala pinta, Sara....

las máscaras nos ocultan de nosotros mismos.

Genial el texto.

Besos

i dijo...

yo no lo sabía. prometo que me he quedado hecha polvo cuando ha deaseado encañonarla, lo prometo.


ah, primera vez por aquí, y con ganas de quedarme un rato largo.

tormenta dijo...

gracias, pez. nada(r)...

te recomiendo el libro, i. muchas caras del prisma.

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