26 de julio de 2010

Esto no es un relato


Anna Hans consumía LSD en medio de una macrofiesta. Bailaba hipnotizada, moviendo sus brazos como un robot atontado, pisando sin darse cuenta los pies de otros que también bailaban. Los agentes, alrededor del público, posaban su mirada en ella, preocupados, al tiempo que trasladaban su rostro de preocupación al resto del estadio donde se desarrollaba el concierto. Mil quinientas almas moviéndose bajo la misma nube de narcosis, oyendo los olores del aire, viendo la música acercarse a los oídos, tocando los gritos desesperados que llegaban desde atrás, de muy lejos...

En otra parte del mundo, Sayid Habib fumaba una papela de heroína en un antiguo centro soviético marcado por agujeros de balas y por el impacto de obuses del pasado, resguardado de la mirada de soldados extraños y milicianos. Sayid tenía 35 años y el aspecto de un hombre de 60. Si alguien le preguntara, no sabría responder por qué se droga. La historia de su país respondería por él. Los soviéticos habían invadido Afganistán hacía décadas. Y luego había venido la guerra. La familia de su mujer lo rechazó y su jefe lo repudió al descubrir que era drogadicto. Vivía solo desde entonces, con los brazos llenos de infecciones, de la droga y de la miseria. El único lugar que podía considerar su hogar era ese edificio abandonado, el túnel que le daba paso a un presente de mentira, que esquivase entre sus laberínticos pasillos los dramas del pasado y el vacío del futuro.

Julia Simman está a punto de morir aplastada. Tiene 22 años. No es un carro de combate lo que la va a arrollar, sino los pies de gente, como ella, que quiere bailar y beber y tomar LSD y mover los brazos y la cabeza y oler la polución del aire llenándolo todo en Loveparade 2010. Oye los gritos a su alrededor y no sabe si avanzar o retroceder. El sudor de su ropa es ajeno y propio, no hay distinción. Las manos y los brazos y los cuerpos que la tocan violentamente es ella y son los demás. La música electrónica retumba entre las paredes de ese túnel en el que ya casi no se puede respirar.

Nassim lleva drogándose desde hace años. No hay mucho que hacer, dice, a sus 22 años. Nunca ha estado en un festival de música tecno ni sabe siquiera lo que es la droga de diseño. Se enganchó al opio, una de las mayores producciones de su país, y lo consume en soledad. No conoce el amor, no conoce la amistad. Pero sí sabe distinguir a un soldado americano de uno británico. Se cruza con Sayid en las escaleras de esta cárcel de ventanas rotas y olor a vertedero y no intercambia ninguna palabra con él. Piensa en su padre, emigrante en un país europeo, que se marchó sin llevárselo con él.

Julia piensa en su padre, mientras los pies de los demás le rompen las costillas y le aplastan los órganos vitales. Julia se está acordando de su infancia, de cuando tenía cinco o seis años y de su padre, cuando la cogía por los aires, haciéndole creer que la iba a dejar caer al suelo. "Agárrame fuerte, papá", balbuceaba ella, mientras él la sostenía y la hacía volar como un avión. Confiada, ella extendía los brazos, pensando que iba a alcanzar las estrellas. Un reguero de sangre sale por su boca y se desdibuja en el suelo, adquiere la forma de los surcos y de las estrías de los zapatos del 42 y del 39 y del 37 y del 44 y del 40 y del 38. El pavimento está lleno de alcohol y de muerte.

Mark Straub está muy borracho y ve a Anna Hans bailando sin control. "Eh, tú, preciosa, devuélveme esa copa, es mía". Anna abre la boca hacia el cielo y saca ligeramente la lengua, mientras sus ojos se quedan en blanco y se tambalea, derramando parte de la bebida en los zapatos de Mark. Él se enfurece y la zarandea bruscamente, empujando con sus movimientos a toda la gente que está alrededor. Hay gritos y golpes y ruidos y pisotones y codazos que camuflan el sonido de los sintentizadores. Anna Hans está a punto de desmayarse. Piensa en su mejor amiga de la infancia, en su voz, y piensa en las voces que la alertan cerca de ella, en lo que dicen sobre salir de allí pitando, en algo de gente muriéndose aplastada. Y ella, que no siente pánico, se acuerda de Julia Simman. Recuerda a Julia, junto a ella, tocando la tierra húmeda de su jardín. Ambas están tumbadas, escondidas entre los matorrales, esperando a que Thomas las encuentre. Recuerda cómo se agarraban la mano, cómo aguardaban juntas, estoicas, como dos soldados. Cómo desearía estar allí, con Julia, o en cualquier otro lugar del mundo.

Daniel Rodríguez, Ariadna Arroyo y los demás del grupo caminan por las calles silenciosas de Duisburgo después de la tragedia. Deciden irse a cenar al McDonalds más cercano, en una calle con luces de neón y carteles de cerrado. Esta misma tarde el cónsul español en Düsseldorf les ha confirmado que sus dos amigas, Marta y Clara, murieron el día anterior, aplastadas en la marea humana del túnel de acceso al festival de Loveparade.

Lejos de allí, el cielo de Kabul es traspasado por un par de aviones militares. El viejo de Sayid, que sólo tiene 35 años, deja de fumar su heroína al oír unos gritos que vienen del corazón de la ciudad. Nassim, cuyo padre se marchó hace años a Europa para encontrar un futuro mejor, ya no está con él. Sayid tiene miedo, porque el final del camino puede ser un tránsito muy frívolo. Tiene miedo porque sabe que el ruido del corazón de Kabul no es ninguna avalancha, es la muerte, cuando la miras a los ojos. Sayid, que es viejo y nunca ha visto Europa, se pincha su brazo dolorido por última vez.




1 comentario:

Carlos dijo...

No es un relato, no. Es real. En el Nueva York del siglo XIX había un edificio donde no se atrevía a entrar la policía. La Vieja Destilería. Allí vivían inmigrantes hacinados después de haber cruzado el Atlántico. En los sótanos había verdaderas cuevas. Cuando lo derribaron descubrieron huesos humanos entre las paredes y adolescentes que no había visto la luz del día, o al menos eso cuenta el reportero Herbert Asbury en el libro (real, no de ficción) Gangs de Nueva York, que inspiró a Martin Scorsse para rodar la película del mismo título con Leonardo Di Caprio.
Ese edificio de Kabul me recuerda un poco a la Vieja Destilería, donde al final, acabaron edificando una iglesia...

Lo de la Love Parade es un absurdo. Y no aprendemos. Ya pasó antes en un estadio de fútbol.

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