Johana compró un billete de autobús para largarse de esa ciudad infame que conocía bien. Faltaban cinco minutos para que el coche saliera de la dársena. Se sentó en la parte de atrás, sola. En los asientos paralelos del otro extremo del bus había un chico esuchando música.
Ella hizo lo mismo. Sería un viaje agradable. Poco antes de partir, se percató de la presencia de una chica a la que conocía desde hacía años: se saludaron, cruzaron tres frases convencionales, estereotipadas y esta se colocó en los asientos de delante. Después el autobús arrancó.
Lentamente iba alejándose de esa Castilla que la hacía encogerse como una flor mustia, mientras escuchaba en su mp3 algo de jazz sobre bombos y cajas y cadencia de bellas y tristes palabras. El ruido del motor la tranquilizaba. El autobús se detuvo en la parada de un pueblo situado en medio de la nada. Alguien se bajó del asiento posterior a Johana, quedando libre. El chico de los cascos se cambió de sitio precisamente al que ahora estaba vacío, detrás de ella.
Apenas unos minutos después, el desconocido extendió la mano por la derecha, apoyándolo descuidadamente en el borde de los cristales, a la altura del asiento de Johana. Ella miró la mano, no muy grande, con las uñas cuadradas, los dedos masculinos, la palma relajada. De pronto empezó a acordarse de un deseo de las últimas semanas, mejor dicho, de la necesidad que la agitaba y que la hacía sonreír a extraños y cruzar palabras con cualquiera que le devolviera la sonrisa. Esa necesidad era naturalmente la de contacto humano.
Perdida en pensamientos sobre la naturalidad y lo humano de las relaciones carnales, se sorprendió al percatarse de que la mano del chico continuaba inmóvil después de diez o quince kilómetros de viaje. Disimuladamente, se dejó caer hacia atrás en el asiento, abandonando su brazo a unos pocos centímetros de la mano del pasajero. El monótono movimiento del autobús causaba que de vez en cuando brazo y yema de los dedos se rozaran levemente, provocando sensaciones insólitas, como de aprendices del arte de amar.
Cinco minutos después de que este roce comenzara, Johana empezó a dudar de la intención o descuido de la situación. A ratos, parecía que los dedos de su acompañante se movían voluntariamente, pero al momento, decidía que debía de ser el zarandeo del autobús y que probablemente él estuviera dormido, explicación racional a su posición, suponía, un tanto incómoda. No sabía si estaba más excitada por lo inusual de todo aquello o por el hecho de desconocer, de ignorar el propósito, de imaginar las infinitas posibilidades que abría.
Giró dulcemente la cabeza hacia la derecha, haciéndola descansar de cara a la ventana, pero con suficiente espacio para observar la mano y el brazo. Le sugería tanto para un poema... Un poema que hablara de las intenciones de las personas, de las motivaciones, de lo que realmente queremos y no nos atrevemos a expresar. De pronto, lo vio en el reflejo: era un movimiento leve, inseguro...pero ahí estaban el índice y el corazón rozando su piel, moviéndose arriba y abajo, como tocando un piano ficticio.
Desconocía si había sido algo natural o él había colocado su mano con la intención inicial de rozarle el brazo. Sea como fuera, eso era precisamente lo mágico. Y también no haberse fijado apenas en él. Se imaginaba sus facciones, sus brazos, su pecho, su cuerpo. Podía ser el hombre que ella deseara que fuera, no había límites en su mente... Y esa idea sobre la fricción era incluso más poderosa que la propia caricia.
Él continuó un rato, indeciso, mientras la respiración de ella se agitaba y colocaba su mano en el pecho sofocado, levantándolo de cuando en cuando como queriendo tocarle también. Pero siempre, finalmente, lo dejaba reposar sobre su camiseta en señal de rendición.
Estaban a punto de entrar en la ciudad cuando por fin se atrevió a colocar su mano encima de la de él, haciéndolo saber que estaba de acuerdo y permitiéndole continuar. No le importaba realmente quién era, cómo había sido su pasado o a qué atenerse con respecto a su personalidad, lo único a lo que se entregaba era a ese momento de intimidad, que remitía a una necesidad de contacto por parte de ambos, aunque fuera con el más peligroso de los desconocidos. Ella pensaba que probablemente la perspectiva de él fuera muy diferente, ya que suponía que sí sabía qué aspecto tenía Johana e incluso había descubierto un par de datos sobre ella gracias a la conversación con la antigua colega.
Sin embargo, mientras él le rozaba la nuca, y comenzaba a acariciar el otro brazo, ella se figuró que eran dos ciegos conociéndose, solos en el mundo. No importaba que los pasajeros los miraran. La imagen de la búsqueda mutua se desvaneció a la vista de la estación de autobuses.
Se había terminado el viaje. Fin del trayecto. Johana salió, bajando lentamente las escaleras, para que él la pudiera ver completamente. Pero no volvió su cabeza en ningún momento. Salió resuelta, sin pensarlo, de la estación y, sin que la curiosidad le venciera, se perdió en una nueva ciudad, como una mujer sin nombre y sin intenciones.
3 comentarios:
que bueno, madre mía... lo has relatado tambien que se me ha erizado el vello al recordar que me ha sucedido algo parecido dos veces en mi vida, con dos hombres importantes...
gracias. intentaba provocar sensaciones en quienes me leyeran parecidas a las que sienten los protagonistas de este relato. un saludo y gracias por leerme.
Y lo has conseguido...
Han vuelto a mí recuerdos y sensaciones que creía perdidos...
Gracias.
Publicar un comentario