Encontré incluso a un niño: mi hijo. Un precioso alemán de pelo rizado y castaño y ojos enormes y grises. Él no me reconocía. Yo a él tampoco. Pero sí a su padre. Llevaba más de un año sin verlo. Y supe que ese instante era único, porque no iba a volver a verlo de nuevo.
Al otro lo encontré en mi casa. Se subía a mi cama. Yo me quedaba abajo, esperando algo. Una historia, un pasado, un perdón.
Me quedé mirándolos. Uno había engordado, otro se había vuelto extremadamente delgado. Y lo único que aquellos dos hombres, que nunca se habían visto entre ellos y que parecían no verme a mí tampoco, digo, lo único que aquellos hombres tenían en común era que no me amaban.
Tenía miedo de que me rompieran la cama con su obesidad o el corazón con el suyo. Sus corazones eran tan livianos... Algo buscaban allí. En mi cama. Anoche.
Y aquel hijo que no me reconocía.
Y aquellas espaldas de hombres que amé. Aquella lejanía. Aquel sueño.
Marzo de 2012, camino de Berlín. |
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