La confesión parece ser así un método para encontrar ese quien, sujeto a quien le pasan las cosas, y en tanto que sujeto, alguien que queda por encima, libre de lo que le pase. Nada de lo que le suceda puede anularle, aniquilarle, pues este género de realidad, una vez conseguida, parece invulnerable. Y el logro de este punto de invulnerabilidad tiene que ver no sólo con esa unidad pura, con el centro interior, sino también con este misterioso mundo que es preciso unificar, adentrándose en él, venciéndolo a fuerza de intimidad, sirviéndole en una esclavitud que va a dar la libertad. Quizá la filosofía sola pudiese arreglar el conflicto si la falta de intimidad afectase a la realidad de las cosas. Más, lo grave es ser un extraño para sí mismo, haber perdido o no haber llegado a poseer intimidad consigo mismo; andar enajenado, huésped extraño en la propia casa.
La inserción de ese centro interior, si de veras lo es, hace que ese mundo del desvarío cobre forma y se ordene, porque las entrañas doloridas y rencorosas al punto se hacen de alguien, de un ser que las recoge. Pero algo más; desde él les llega una luz, en la que se tornan visibles. Se hacen propias; el sujeto, que ya lo es, las posee, aunque sin nada que implique dominio violento, pues no obedecen de esa manera. Es una forma de posesión sin mandato ni mandado, porque se trata de unir lo que al unirse formará un solo ser.
La pavorosa faz de la actualidad ¿no nos presenta, sin duda, esta figura de un mundo sin sujeto, donde ha desaparecido el sujeto, donde el yo anda errante como rey sin súbditos ni territorio, donde no existe por parte alguna el alguien responsable, el alguien con identidad y figura propia? Mundo anterior al ser, en que lo psíquico tiene la existencia demoníaca de la multiplicidad inaprensible y diluida; mundo de donde han huido las formas, quedando sólo el fantasma inasible y rencoroso; el fantasma y el vacío. ¿No estará necesitado de una verdadera e implacable confesión?
La confesión: género literario
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