Sueño las horas muertas.
Curo las horas difuntas como se curan los niños huérfanos que preguntan de noche desconsolados cuándo volverá su madre.
Mi vida está ardiendo en esas horas muertas, las horas que se refugian en el espacio estrecho de otras horas más felices.
Sueño las horas muertas.
Un anciano loco lleva un libro abierto y cruza un puente. Me mira a los ojos y me pregunta si tengo hora. Señala mi reloj de pulsera, con la esfera partida por una esquina.
Un anciano loco tiene miedo de una chica que sostiene su mirada de loco mientras cruza un puente. Un loco me pregunta si tengo alguna hora en mí y no la tengo y nos miramos como dos hermanos desconocidos separados al nacer de la misma madre muerta. Nos miramos a los ojos brevemente. Cuál es la hora más muerta. Qué especie de loco. Qué loco pregunta la hora.
Sueño con mis horas muertas. Mías o del gas abierto en la cocina. Mías o de la bañera rebosante. De nadie o de nada o de la tableta de Lorazepam tan sedante, tan complaciente, tan humana.
Sueño que duermo y se precipita el tiempo por un desagüe. Sueño muerte. Sueño una hora inútil, una hora.
Sueño de un sueño aburrido de bregar con la nada. Estoy aburrida de luchar simbólicamente y nada. De acabar mentalmente en la misma ventana tapiada de la última vez y otra vez nada. De camuflar mis ganas de soñar sendantes maldiciones de árboles huecos y nadas.
Sueño horas muertas. Hijos muertos. Madres que no vuelven de la fábrica. Hombres rendidos que abandonan sus quimeras. Sueño guerras que cavan con la furia de los hijos las tumbas insidiosas de sus nietos.
Si yo me fuera como las horas.